“Un hermoso libro que habla de la
convivencia
y el sentido común,
de la amistad entre seres muy diversos
y su encuentro en el maravilloso mundo de
la biblioteca.”
León de
biblioteca
(Knudsen,
Michelle)
Un día, apareció un león
en la biblioteca. Pasó frente al mostrador de préstamos y desapareció entre las
estanterías.
El señor Mosquera corrió
por el pasillo hasta la oficina de la bibliotecaria.
- ¡Sra. Plácida! –gritó.
-Está
prohibido correr – dijo la Sra. Plácida sin levantar la cabeza.
- ¡Pero hay un león!
–exclamó el Sr. Mosquera-. ¡En la biblioteca!
- ¿Está quebrantando
alguna regla?
La Sra. Plácida era muy
estricta con el reglamento.
-En realidad, no –dijo el
Sr. Mosquera-.
No exactamente.
-Entonces, déjelo en paz.
El león merodeó por la
biblioteca. Olfateó el fichero.
Se frotó la cabeza contra
la colección de libros nuevos.
Luego caminó hasta el
rincón de cuentos y se durmió.
Nadie sabía qué hacer. El
reglamento no hablaba de leones en la biblioteca.
Pronto comenzó la hora del
cuento. El reglamento tampoco hablaba de leones en la hora del cuento.
La cuentacuentos estaba un
poco nerviosa. Pero leyó el título del primer libro con voz clara y fuerte. El
león alzó la cabeza. La cuentacuentos siguió leyendo.
El león se quedó a
escuchar el siguiente cuento. Y el siguiente. Esperó otro, pero los niños
comenzaron a irse.
-Se acabó la hora del
cuento –le dijo una niña.
El león miró a los niños.
Miró a la cuentacuentos. Miró los libros cerrados. Y lanzó un tremendo rugido.
RAAAHHRRRR!
La Sra. Plácida salió
rápidamente de su oficina.
- ¿Quién está haciendo ese
ruido? –preguntó.
-Es el
león –dijo el Sr. Mosquera.
La Sra. Plácida se dirigió
al león:
-Si no puedes guardar silencio,
tendrás que irte. Esas son las reglas.
El león seguía rugiendo,
pero sonaba triste.
La niña tiró del vestido a
la Sra. Plácida.
- ¿Si promete guardar
silencio, puede volver mañana a la hora del cuento? –preguntó.
El león dejó de rugir.
Miró a la Sra. Plácida.
La Sra. Plácida miró al
león. Luego dijo:
-Sí. Un león calladito y
que se porte bien ciertamente puede volver a la hora del cuento.
- ¡Bien! –gritaron los
niños.
El león volvió al día
siguiente
-Llegaste temprano –le
dijo la Sra. Plácida-. La hora del cuento es a las cuatro de la tarde.
El león no se movió.
-Está bien –dijo la Sra.
Placida-. En ese caso podrías ayudar.
Y lo mandó a desempolvar
las enciclopedias hasta que empezara la hora del cuento.
Al día siguiente, el león
volvió a llegar temprano. Esta vez la Sra. Plácida le pidió que lamiera los
sobres de las cartas de notificación de préstamos atrasados.
Pronto, el león empezó a
ayudar sin que se lo pidieran. Desempolvaba las enciclopedias. Lamía los
sobres. Montaba a los pequeños en su lomo para que pudieran alcanzar los libros
en los estantes más altos. Y después se acurrucaba en el rincón de lectura a
esperar que comenzara la hora del cuento.
Al principio, los usuarios
de la biblioteca estaban nerviosos por la presencia del león, pero pronto se
acostumbraron. En realidad, parecía hecho para la biblioteca. Sus grandes patas
no hacían ruido en el suelo. Era una cómoda almohada para los niños. Y ya no
rugía más.
- ¡Qué león tan servicial!
–decía la gente y le daban palmaditas en la cabeza al pasar.
- ¿Cómo hemos podido vivir
sin él?
El Sr. Mosquera fruncía el
ceño al oír eso. Antes se las habían arreglado muy bien. No se necesitaban
leones. Los leones, pensaba, no entienden las reglas. No formaban parte de una
biblioteca.
Un día, después de haber
desempolvado las enciclopedias, lamido todos los sobres y ayudado a los más
pequeños, el león caminó hasta la oficina de la Sra. Plácida a ver qué otra
cosa podía hacer. Todavía le quedaba tiempo antes de la hora del cuento.
-Hola, león –dijo la Sra.
Plácida-. Hay algo que puedes hacer. Tengo un libro aquí que hay que devolver a
la sala. Déjame bajarlo.
La Sra. Plácida se subió
en un banquito. El libro estaba muy alto, apenas lo podía alcanzar.
La Sra. Plácida se empinó.
Alargó los dedos. –Ya casi… alcanzo… -dijo.
Y se estiró un poquito
más, quizá demasiado.
- ¡Ay! –se quejó suavemente
la Sra. Plácida y no se levantó.
Pero el Sr. Mosquera
estaba en el mostrador de préstamos. No la podía oír.
-León –dijo la Sra. Plácida-,
por favor busca al Sr. Mosquera.
El león corrió por el
pasillo.
-Está prohibido correr –le
recordó la Sra. Plácida.
El león puso sus grandes
patas sobre el mostrador de préstamos y miró al Sr. Mosquera.
-Vete león –dijo el Sr.
Mosquera-, estoy ocupado.
El león gimió. Apuntó su
nariz en dirección al pasillo que llevaba a la oficina de la Sra. Plácida.
El Sr. Mosquera no le
prestó atención.
Finalmente, el león hizo
lo único que se le ocurrió. Miró fijamente al Sr. Mosquera. Luego abrió su
bocota y rugió el rugido más fuerte que había rugido en toda su vida.
RAAAHHHRRR!
El Sr. Mosquera se quedó
sin aliento:
-No estás guardando
silencio –dijo-.
¡Estás quebrantando las
reglas!
El Sr. Mosquera caminó lo
más rápido que pudo por el pasillo.
El león no lo siguió. No
había respetado las reglas. Sabía lo que eso quería decir. Bajó la cabeza y se
dirigió hacia la puerta.
El Sr. Mosquera no se dio
cuenta:
- ¡Sra. Plácida! –llamaba
mientras caminaba-. Sra. Plácida, el león quebrantó las reglas. ¡El león quebrantó
las reglas!
Irrumpió en la oficina de
la Sra. Plácida.
No estaba en su silla.
- ¿Sra. Plácida?
–preguntó.
-A veces –dijo la Sra.
Plácida desde el suelo detrás de su escritorio-, hay una buena razón para
quebrantar las reglas. Incluso en la biblioteca. Ahora, por favor, llame a un
doctor. Creo que me fracturé el brazo.
El Sr. Mosquera salió
corriendo a llamar a un doctor.
- ¡Está prohibido correr!
–le recordó la Sra. Plácida.
Al día siguiente, todo
volvió a la normalidad. Casi todo.
El brazo izquierdo de la
Sra. Plácida estaba inmovilizado. El doctor le había dicho que no se esforzara
mucho.
“Tengo a mi león para
ayudarme” pensó la Sra. Plácida, pero el león no apareció por la biblioteca esa
mañana.
A las cuatro de la tarde,
la Sra. Plácida fue al rincón de cuentos. La cuentacuentos estaba empezando a
leer. El león no estaba allí.
Los usuarios de la
biblioteca pasaron todo el día levantando la cabeza de los libros o de las
pantallas, esperando ver una conocida cara peluda. Pero el león no apareció.
Tampoco apareció al otro
día. Ni al día siguiente.
Una noche, antes de
marcharse, el Sr. Mosquera entró en la oficina de la Sra. Plácida.
- ¿Puedo ayudarla en algo
antes de irme, Sra. Plácida? –le preguntó.
-No, gracias –respondió la
Sra. Plácida.
Estaba mirando por la
ventana. Su voz era muy bajita, incluso para una biblioteca.
El Sr. Mosquera se quedó
pensativo. Pensó que quizá sí había algo que podía hacer por la Sra. Plácida.
El Sr. Mosquera salió de
la biblioteca, pero no se fue a su casa.
Caminó por las calles
cercanas. Miró debajo de los automóviles. Se asomó detrás de los arbustos.
Escudriñó en los jardines, en la basura, y buscó en los árboles.
Finalmente volvió a la
biblioteca.
El león estaba sentado
afuera, mirando a través de las puertas de vidrio.
-Hola, león –le dijo el
Sr. Mosquera.
El león no le hizo caso.
-Pensé que quizás te
gustaría saber –dijo el Sr. Mosquera- que hay una nueva regla en la biblioteca.
No se permite rugir, a menos que haya una muy buena razón como, por ejemplo,
ayudar a una amiga en problemas.
El león movió las orejas
levemente. Luego se volvió, pero el Sr. Mosquera ya se estaba alejando.
Al día siguiente, el Sr.
Mosquera cruzó el pasillo y fue a la oficina de la Sra. Plácida.
- ¿Qué pasa Sr. Mosquera?
–preguntó la Sra. Plácida con su nueva voz triste y apagada.
-Pensé que le gustaría
saber que hay un león –dijo el Sr. Mosquera-. Un león en la biblioteca.
La Sra. Plácida saltó de
su silla y corrió por el pasillo.
El Sr.
Mosquera sonrió.
-Está prohibido correr –le
recordó.
La Sra. Plácida no lo
escuchó.
Algunas veces hay una muy
buena razón para quebrantar las reglas. Incluso en una biblioteca.
FIN